Diócesis de Osma-Soria. Crónica de Alberto Sebastián Ramos.



 
Ya está, hemos terminado nuestra peregrinación y a todos los que participamos en ella nos ha costado volver a nuestras casas, a nuestros trabajos, a nuestro ritmo de vida habitual. Pero… ¿Por qué? Porque está claro que para todos este Camino ha significado algo. Al principio cuando aún desconocíamos lo que iba a suceder durante esta convivencia todos sentíamos miedo; el gran número de peregrinos, el salir de casa, el no conocer a los que iban a estar con nosotros… Pero todos sabíamos que el Camino nos daría grandes oportunidades.

Antes de comenzar nuestro peregrinaje ya empezamos a conocernos un poco mejor, sabíamos de dónde procedíamos cada uno, nuestro lugar de residencia, de estudio…. No parábamos de mirarnos unos a otros intentando descubrir cómo era cada uno, con quién podríamos encajar mejor, quién podía parecerse un poco más a mí. Lo que desconocíamos es que los veintitrés peregrinos de la Diócesis de Osma-Soria nos convertiríamos en una gran familia a la que acudir en los momentos de dificultad tal y como nos dijo nuestro señor Obispo D. Abilio en la celebración realizada en la residencia Episcopal de El Burgo de Osma.

Llegados a nuestro destino, Tui, nos instalamos junto con el resto de caminantes con los que compartiríamos esta experiencia y tuvimos un gran acto de bienvenida acompañado de nuestra primera Eucaristía como peregrinos, ahí es cuando nos dimos cuenta de la cantidad de jóvenes que, como nosotros, habían decidido unirse a esta gran peregrinación a Santiago de Compostela, jóvenes, que, como yo, buscaban encontrarse con Cristo en este Camino.

Después de una larga noche en la que casi no pudimos dormir comenzamos un nuevo día, el de nuestra primera etapa del Camino. Con nuestro equipaje en la espalda, empezábamos a ser conscientes de dónde estábamos, lo que hacíamos, y sobre todo aprendimos que para realizar este Camino teníamos que dejar atrás lo innecesario, lo que ya conocíamos para inundarnos de la presencia de Jesús en nuestro Camino. A veces, durante el camino, Jesús se hacía presente en la naturaleza que nos rodeaba, en los olores que aparecían a lo largo de la marcha, otras veces se presentaba con la conversación de un desconocido, en la sonrisa de un amigo y a veces en nuestra propia meditación.

Día tras día, etapa tras etapa, nos fuimos acostumbrando a las experiencias que nos presentaba este peregrinaje; despertarnos a las seis de la mañana, andar durante horas, comer con desconocidos, ducharnos con cientos de personas, dormir en el suelo… También nos acostumbramos a seguir esas flechas amarillas que guiaban nuestro recorrido, unas flechas que, como Dios en nuestra vida diaria, nos marca el rumbo para que no nos perdamos nunca a pesar de las dificultades. Todas esas “dificultades” pronto se convirtieron en oportunidades para valorar todo lo que tenemos en nuestra vida y que a veces, por estar tan acostumbrados a ellas, casi ni valoramos.

Para muchos, sin duda alguna, la mejor etapa fue la última, pues ya nos íbamos a reunir con el Apóstol Santiago y, por tanto, nuestro Camino iba a tener su destino. Juntos, como una gran Iglesia, de la mano y con gran alegría, entramos a esa gran plaza en la que todos nos fundimos en un gran abrazo. Con muchos nervios, pero ya conscientes de que se había cumplido nuestro peregrinaje celebramos la Vigilia en la Catedral de Santiago.

Al día siguiente, después de la “Misa del Peregrino”, tuvimos tiempo para reflexionar sobre lo que para cada uno de nosotros había significado este Camino. También fue el tiempo de las despedidas y de volver a nuestras casas, pero esta vez, no con las manos vacías, sino llenos de ilusión, de vitalidad, de esperanza, de vivencias, de experiencias y de fe renovada. Una fe que ahora tenemos que demostrar en nuestras Parroquias, en nuestras casas, en nuestros trabajos puesto que todo lo aprendido ahora lo tenemos que transmitir y llevar lejos ya que ese Dios que estaba en el Camino debe estar ahora presente en nuestra vida diaria.

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